Declaración universal de los derechos animales

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Ana María Aboglio | febrero 25, 2005 | Ediciones Ánima

Reiteradamente se ha dicho que en 1978 la UNESCO proclamó la Declaración Universal de los Derechos Animales, aprobada luego conjuntamente con la ONU. Al parecer, la UNESCO solo le prestó la sede a la Liga que proclamó esa Declaración. De todas maneras, por ese entonces, la conceptualización jurídico-filosófica del concepto de “derechos” para los animales recién comenzaba a elaborarse. Quienes redactaron la Declaración desvirtuaron la noción jurídica del término para conciliar los intereses de los rubros representativos de las dos explotaciones que generan mayor cantidad de sufrimiento animal: experimentación y comida.

Contradicciones evidentes destacan en un texto que en su artículo primero declara: “Todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia” y en el artículo dos: “Todo animal tiene derecho al respeto“, para después dar cabida a la experimentación y a la cría para alimentación. No todos nacen iguales, entonces.

Pero ni siquiera donde esta Declaración sentó una postura de auténtica defensa animal tuvo demasiado peso como para que se cumpliera con el postulado de su artículo 14: “Los derechos del animal deben ser defendidos por la ley como lo son los derechos del hombre.” Porque este hombre –nótese la similar terminología de la Declaración Francesa de 1789– se sigue atribuyendo el derecho a exterminar a otros animales, a explotarlos y a tratarlos con crueldad si lo necesita para el cumplimiento de sus intereses. Los animales siguen usándose para esparcimiento, los biocidios (muerte sin necesidad de un animal) son moneda corriente. Los genocidios (muerte de muchos), lo mismo. Los animales son víctimas inocentes de actos crueles y malos tratos en forma institucionalizada en todo el mundo. La razón es sencilla: en la mesa de negociaciones, a los efectos de obtener mejoras jurídicas rumbo a la obtención de derechos, bienestaristas y neobienestaristas proponen las mismas leyes regulatorias de la esclavitud que sustentan el sojuzgamiento del animal no humano.

Por otra parte, las leyes no pueden cambiar la relación con los otros animales sintientes. Por eso las Declaraciones Universales de derechos solo sirven en la medida en que sean fundantes de sociedades donde esos derechos circulen no en un papel sino en la sangre de la gran mayoría de sus miembros, y donde las leyes los recepten para penar los casos excepcionales en que los mismos sean violados.

En Argentina, por ejemplo, era mucho más abarcativo el proyecto de ley del cual derivó luego la ley penal 14.346 de Protección al Animal sancionada en 1954. Una de las razones que se esgrimió para cercenarlo, fue el peligro de convertir a la ley en una “máquina de producir delincuentes”. Es que demasiados resultarían enmarcados en el tipo penal que formulaba. Otra de las razones era que proteger a los animales de granja complicaba los intereses económicos del país. La prohibición de la caza deportiva fue borrada sin miramientos. Y quedaba bien claro que el motivo que impulsaba la sanción de esa ley de protección no era en absoluto la valoración del animal en sí mismo sino la kantiana idea de que el valor jurídico a proteger era la capacidad compasiva del ser humano. Para el caso, tan pequeñita que apenas se nota.

Hoy, dentro del drama que ya no es solo ecológico, medioambiental o económico, sino directamente civilizatorio, en que está inserta la cuestión, la guerra que en gran mayoría los humanos libran contra los animales está originada en una forma de ser animal humano. Y es la misma que acarreará nuestra propia aniquilación.

Como objetivo, como meta, como proyecto, tenemos de todos modos la Nueva Declaración de los derechos animales. Su texto dice:

Puesto que hay una amplia evidencia de que muchas especies animales son capaces de sentir, condenamos totalmente la provocación de sufrimiento a nuestras criaturas semejantes así como la supresión de sus necesidades incluyendo las de comportamiento, excepto cuando sea necesario para su propio beneficio individual.

No aceptamos que una diferencia en la especie solamente (así como tampoco una diferencia de raza) pueda justificar la injustificable explotación y la opresión en nombre de la ciencia o del deporte, o para uso como comida, o para ganancia comercial o para otro beneficio humano.

Creemos en el parentesco evolutivo y moral de todos los animales y declaramos nuestra creencia en que toda criatura sintiente tiene derecho a la vida, a la libertad y al disfrute natural.

Por lo tanto, hacemos un llamamiento para la protección de estos derechos.